El proceso de la creación literaria tiene mucho de ritual, el escritor realiza un ejercicio de inmersión hipnotizante, vence a sus miedos, a sus inseguridades y se lanza al abismo del papel en blanco.
Todo este tipo barreras obliga al literato a organizar su vida social en torno a la metodología del trabajo, por muy extravagante que sea. Vayamos a casos concretos. Se cuenta que Gabriel García Márquez necesitaba para empezar a escribir que la habitación se encontrase a una determinada temperatura y no escribía una sola letra hasta que no lo conseguía.
En más de una ocasión Isabel Allende ha reconocido que siempre comienza sus novelas el día 8 de enero. Además, al principio de cada jornada “laboral” enciende una vela que es la que marca la duración de su labor creativa, cuando el pábilo se apaga, da por terminada la escritura de ese día.
Los hay madrugadores y trasnochadores
La hora de comenzar a escribir también es importante y tenemos horarios para todos los gustos. Haruki Murakami está entre los más madrugadores, cada día se despierta en torno a las cuatro de la madrugada y trabaja sin descanso durante cinco o seis horas seguidas. Tras esa frenética actividad utiliza las tardes para reponer fuerzas, para hacer ejercicio físico o, simplemente, para escuchar música.
Fiódor Dovtoievsky era un verdadero poema, sufría fobia a la oscuridad y manías persecutorias, por lo que era incapaz de dormir de noche, tiempo que dedicaba a escribir y a pasear de un lado a otro de la habitación de forma compulsiva.
F Scoot Fitzgerald también fue un insomne impertérrito, durante su estancia en París se sentaba a escribir a las cinco de la tarde y prolongaba su escritura hasta la hora de la cena, luego se pasaba las noches en vela, caía en los brazos de Morfeo al amanecer y solía levantarse hacia las once de la mañana.
También solía despertarse cuando la mañana estaba bien entrada el escritor James Joyce. Desayunaba pausadamente y ponía en orden sus pensamientos, para dedicarse a escribir a lo largo de toda la tarde. Sus noches las pasaba en los cafés cantando viejas canciones irlandesas.
Sin ropa y a lo loco
Algunos prefieren escribir, digamos, ligeritos de ropa. Entre ellos estaba, por ejemplo, Víctor Hugo. Él mismo contó que cuando le faltaba inspiración se desprendía de toda la ropa para evitar posibles distracciones. No fue el único que tuvo estos hábitos tan inusuales, también escribieron desnudos frente a la mesa autores de la altura de Ernest Hemignway, JD Salinger o la mismísima Agatha Christie.
Por último, estarían los más formalitos, como la premio Nobel Alice Munro que, en la década de los noventa, mientras compaginaba la escritura con las labores de ama de casa, se veía obligada a escribir encerrada por la tarde en su habitación, aprovechando que su hija pequeña dormía la siesta y la mayor estaba en el colegio.
Cuando las niñas crecieron, Munro alquiló una oficina encima de una farmacia para escribir, pero tuvo que dejarlo porque el casero la visitaba continuamente interrumpiendo su creatividad.
Truman Capote se autoimponía escribir cuatro horas diarias, revisaba la obra por las noches o a la mañana siguiente y hasta que no tenía dos versiones manuscritas a lápiz no mecanografiaba la copia definitiva.
Stephen King, al parecer, trabaja todos los días del año, sin excepción, incluidos los festivos, lo hace a partir de las ocho de la mañana y no da por terminada la jornada hasta no haber producido unas dos mil palabras.
Thomas Mann escribía entre las nueve de la mañana y el mediodía, periodo de tiempo en el que exigía un silencio sepulcral, es más, toda la inspiración que le llegara fuera de esas horas tenía que rechazarla y hacerla esperar hasta el día siguiente. Así de déspota era con la Musa de la literatura. Y es que ya lo dijo Philip Roth:
“Escribir no es un trabajo duro, es una pesadilla”.