Variedades

El anciano que plantó un bosque

Hojeando un libro que mostraba hermosas fotos de la Tierra desde la perspectiva de un observador situado en el espacio, no pude evitar sentir cierta tristeza ante la belleza sublime de nuestro planeta. Tristeza por lo que el ser humano está haciendo con su propio hogar.

Esas fotos, realizadas desde algún satélite artificial, no mostraban fronteras defendidas por ejércitos, ni nombres que diferencien unas partes de otras.

Al contrario, todo en ellas es una inmensa unidad, acogedora, serena, tranquila, silenciosa…, donde llegamos como invitados que luego quieren ser dueños, apropiándonos de lo que no nos pertenece. 

Dueños egoístas que no conocen la palabra compartir, a los que no importa asolar o esquilmar el suelo que les sustenta, sin importarle el bienestar de las generaciones venideras. 

Mis ojos recorren las fotos observando los distintos continentes pensando en la inmensa destrucción producida por el género humano, tan solo entre los siglos XX y XXI:

Guerras infernales, masacres, asesinatos, terrorismo, fosas comunes, campos de concentración y exterminio, esclavitud de hombres, mujeres y niños, extinción de animales, devastación de bosques, contaminación de ríos y mares, explosiones de armas nucleares…

Una desoladora lista provocada por la codicia de una raza humana estúpida que parece no tener límites a la hora de dañarse a sí misma y a todo lo que le rodea. Encaminándose cegada por su propio egoísmo hacia su auto aniquilación.

Discúlpenme si, desde este medio, hoy quiero defender mi casa, mi hogar, con lo único que sé hacerlo: un puñado de palabras pobres e inútiles, pero es lo único y todo que tengo para hacerlo.

Quiero creer que aún hay espacio para la esperanza si todos empezamos a hacer lo correcto, aunque sé que esto no será fácil, ni será inmediato.

Sobre todo si el hombre es incapaz de elevarse sobre sí mismo, elevar su nivel de conciencia, sobre todo lo que le degrada como ser humano y le aproxima a la bestia que mora en su interior.

Dos hombres llegaron fatigados de caminar a un lugar en el que había un hermoso árbol. Comieron algunos de sus frutos y, cobijados bajo su sombra, durmieron durante un buen rato mecidos por el canto de unos pajarillos posados entre las ramas más altas.

Despertaron recuperados. Entonces sacaron sendas hachas de unas  bolsas de cuero y talaron el magnífico árbol para vender la leña en un pueblo cercano.

La madre Tierra lloró desconsolada por aquel acto. Desde aquel día, los caminantes que pasaran por allí no tendrían un  lugar donde guarecerse o comer algún fruto…

La madre Tierra llora desde hace mucho, porque conoce al ser humano  y sabe todo el daño que es capaz de producir y extender. Llora y se lamenta desde los tiempos en los que el último oráculo, justo antes de desaparecer, pronunció su postrero vaticinio:

«Los hombres enloquecerán, se destruirán a sí mismos y todo aquello que sus voraces manos puedan alcanzar. «

Entonces se aquietaron las aguas de las fuentes y el oráculo se sumergió para siempre en el olvido…

Un anciano plantó un bosque que él nunca vería crecer. Lo hizo para los demás, ¿crees que tú podrías hacer lo mismo por los que vendrán después de ti?

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