Opinión

Buscándole sentido al sentido común

Todas las especies de seres vivos que poblamos este planeta hemos estado predestinados a adaptarnos al medio en el que nos ha tocado nacer, incluso aunque ese medio no fuese el óptimo.

Sabido es que la adaptación al medio ayuda a sobrevivir, de lo contrario, no habrá garantías de vidas posibles. Así lo hace el reino vegetal y el animal desde que el mundo es mundo.

También lo hacemos nosotros, los humanos, aunque en nuestro caso existe otro componente: el de adaptarnos como personas al entorno que nos rodea, el mismo que nos irá moldeando mientras se va estructurando nuestra personalidad.

Dentro de esa sociedad a la que empezamos a pertenecer desde el comienzo de nuestra vida, existen normas ya establecidas, creadas para permitir una organización civilizada, la que ayudará a la convivencia.

La sociedad nos aporta comodidades y, a la vez, nos exige el cumplimiento de sus normas, esas que son comunes para todos.

Es así como pasamos a tener un comportamiento colectivo desde el que nos rige una misma cultura con determinadas exigencias, lo que solemos llamar «conductas lógicas de ciudadanos». Ellas son las que impulsan el entendimiento de la mayoría.

Ese entendimiento lo basamos en lo que se ha denominado «sentido común», que se resume en actuaciones de manera que coincidamos los humanos desde nuestro proceder.

Coincidir con el resto, de eso se trata el hecho de actuar colectivamente en idéntica dirección, lo cual mejora las relaciones humanas debido a que, si quienes nos rodean están advertidos de cómo serán nuestras actuaciones y, a su vez, nosotros de las suyas, todo va a transcurrir dentro de un carril permitido por esa sociedad que es la que nos induce a mantener la cordura.

Dicen que es precisamente la cordura la que nos aporta las dosis de sentido común (a unos más que a otros. En cambio, si carecemos de sentido común, podríamos ser vistos como «rebeldes».

Si llegásemos al meollo de ésta cuestión, quizás deberíamos plantearnos hasta qué punto nuestras ideas y nuestras acciones son totalmente espontáneas o, por lo contrario, pudieran estar dirigidas indirectamente por el sistema establecido dentro del cual nos movemos. Dicen que el ambiente condiciona y, en parte, es así.

La pregunta es si se debe actuar siempre a favor de la mirada de otros, y hasta qué punto nosotros nos aceptamos tal cual somos en caso de dar prioridad a la opinión de terceros. 

Al este respecto Aristóteles atribuía a los humanos «una capacidad de percibir de una manera casi idéntica los mismos estímulos sensoriales cuando éstos hacen diana en nuestros sentidos».

Interiorizando esas palabras de Aristóteles, cabe preguntarse si una persona siente exactamente con la intensidad que otra frente a un mismo estímulo.

Si partimos del hecho real de que cada persona tiene percepciones diferentes, porque proviene de problemáticas diferentes, comprobaremos, solo por dar un ejemplo práctico, que un aroma podría resultar agradable si se tiene memoria olfativa y si ese aroma se relaciona con recuerdos de infancia, donde existieron tiernas tardes de juegos en un jardín que olía a esas fragancias.

Ocurre que ese mismo aroma podría llegar a interiorizarse por otra persona como desagradable, aunque no fuese maloliente, porque podría recordarle una sala de tanatorio o a cualquier situación verdaderamente difícil y triste.

Así somos los humanos desde nuestra sensibilidad, personas originales y únicas, incluso si nos unen lazos de sangre o de proximidad, cada persona tiene su propia sensibilidad.

Y, aunque en temas generales se pueda actuar desde la lógica y desde el sentido común, individualmente sentimos cada uno de acuerdo a nuestra particular manera, movidos por circunstancias que solo nos pertenecen a nosotros.

Lo ideal es el convencimiento de apropiarnos de nuestro mundo interior sin permitir interferencias externas, oírnos para reconocernos, más allá de otras opiniones y de otras vivencias.

No es una tarea sencilla, porque, como decía Tales de Mileto:

«La cosa más difícil es conocernos a nosotros mismos, la más fácil es hablar mal de los demás».

De ahí debiera surgir la necesidad de moderarnos en nuestra apreciaciones para con los otros, sin hacer intentos de incitarlos a que sientan de la misma manera que lo hacemos nosotros.

Cada persona es como es y vive y vibra de acuerdo a la intensidad de sus propios sentidos y sentimientos.

La vida es limitada, lo sabemos, dejemos en los demás el recuerdo de nuestra señal de identidad, no nos coloquemos obstáculos mentales a la hora de sentir, no desperdiciemos nuestros sentidos, que para eso están, ¡para exprimir la vida!

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