Un poeta es un alquimista de las letras, sus pócimas se sostienen en un equilibrio armónico entre consonantes y vocales. Posiblemente, así lo entendía Rainer María Rilke. Su obra más conocida fue “Cartas a un joven poeta” en donde expone con una claridad meridiana su filosofía sobre la soledad, el amor y la muerte.
Hasta el siglo XVII escribir cartas era un capricho al alcance de muy pocos. Por una parte porque una inmensa mayoría de la población era analfabeta, por otra porque no existía un sistema de mensajería estatal como el actual, si se quería enviar una carta había que contratar un servicio privado.
Si echamos la vista atrás, el gran epistológrafo por excelencia fue Cicerón, que nos dejó nada menos que dieciséis libros de “Epistuale”, una fuente inagotable de información sobre el mundo romano.
Desde entonces la narrativa epistolar ha estado en perpetua transformación. Hemos tenido multitud de subgéneros, uno de ellos son las cartas abiertas, como el famoso “Yo acuso” de Émile Zola. Una epístola dirigida al presidente de Francia en relación al polémico caso Dreyfus, una sentencia judicial de corte antisemita.
Tenemos también cartas filosóficas que se emplean como vehículo para divulgar ideas metafísicas. Disfrutaron de una enorme difusión, por ejemplo, las “Cartas filosóficas” de Voltaire.
En este recorrido no debemos olvidar las cartas de amor, entre ellas la tumultuosa correspondencia que mantuvieron Eloísa y su amante Pedro Abelardo. Siglos después Juan Ramón Jiménez escribió “Monumento de amor. Epistolario y lira” un libro colosal –tiene más de mil trescientas páginas- en el que acosó y, finalmente, derribó a una joven políglota, culta y atractiva Zenobia Camprubí.
Pero si hay una correspondencia epistolar romántica que merece la pena ser leída y releída es la que mantuvieron Flaubert y, la también escritora, Louis Colet. Una colección de ciento sesenta y ochos cartas en donde nos encontramos de todo, desde unas primeras totalmente apasionadas, hasta las últimas que rayan la vanidad, y en las que Flaubert pretende aleccionar a su amada Louis sobre lo humano y lo divino.
En el siglo XVIII adquirieron un éxito notable “Las cartas persas” una narración firmada por Montesquieu y compuesta por ciento sesenta y una cartas que se intercambian entre sí los protagonistas. En ellas se abordan tres temas principales: política, moral y religión.
Una de las novelas cumbres de la literatura de ese siglo fue “Amistades peligrosas” de Pierre Choderlos de Laclos. Es un verdadero placer poder leerla sabiendo que fue escrita antes de que tuviera lugar la Revolución Francesa, en un momento que nada hacía presagiar la caída del Antiguo Régimen.
El autor pone negro sobre blanco una historia de celos, sentimientos enfrentados y perversión en la que destacan personajes amorales como la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont.
Más adelante adquirió cierta notoriedad las conocidas como novelas epistolares, un género en que podríamos incluir a “Drácula” de Bram Stoker, “Las cuitas del joven Werther” de Goethe o “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley.
Cierto día otoñal de 1949 una joven escritora envía una carta a una librería situada en el 84 de Charing Cross Road, en Londres. En ella la señorita Hanff reclama al librero ciertas lecturas difíciles de encontrar. Es el inicio de una correspondencia excéntrica y sublime que se prolongará durante dos décadas. Su título “84, Charing Cross Road”.
“Me suicidé hace dieciséis años…”. Este es el inicio de la novela “Esta noche moriré” de Fernando Marías. Una narración epistolar sin precedentes donde un villano llamado Corman planea el suicidio de Delmar, el policía que lo metió entre rejas. Eso sí, su calculada venganza tendrá que esperar dieciséis años…