Tras el fracaso en el cabo Santa María, Don Antonio Barceló fue duramente criticado, ya que su bloqueo no había resultado eficaz, salvo que hizo necesaria la expedición de Rodney.
Los franceses enviaron una propuesta para emprender otra expedición conjunta al Canal de la Mancha, pero en Madrid, aún molestos por el resultado de la anterior y el comportamiento de la escuadra de Brest, se respondió que era mejor operar por separado.
Decididos a trabajar en solitario, se situó el grueso de las fuerzas navales españolas bloqueando Gibraltar, al mando de don Luis de Córdova. Al mismo tiempo, el cuerpo de San Roque abría trincheras emplazando su artillería en el istmo que estaba frente a la plaza.
A Antonio Barceló se le encargó el bloqueo, a la vez que hostigaba a los defensores del peñón, para lo cual dispuso de brulotes para incendiar las embarcaciones inglesas surtas en el puerto. Se encargó a don Francisco Javier Muñoz, capitán de fragata, la ejecución de dicha misión. Para ello, disponía de seis brulotes.
Todo estaba dispuesto, solo quedaba esperar a que soplara el viento del oeste, cosa que ocurrió el 7 de junio de 1779. Pero, de improviso, paró el viento y los brulotes quedaron inmovilizados frente al fondeadero. En aquella situación, las dotaciones no tuvieron otra salida que prenderles fuego y retirarse en los botes.
De nuevo, el fracaso hizo que aumentaran las críticas y los ataques contra Barceló. Pero éste, incansable, había diseñado unas nuevas embarcaciones a las que se llamó “lanchas cañoneras”.
Estas lanchas eran unos grandes botes a remos con un aparejo auxiliar. Estaban armados con un pesado cañón de a 24 libras, tenían 56 pies de quilla, 18 de manga, 6 de puntal y armaban 14 remos por banda. La novedad, aparte del cañón, es que se les dotó de blindaje, este ocupaba toda la obra muerta y un poco por debajo de la línea de flotación.
Dicho blindaje se inclinaba en arista desde las bordas formando un reducto a proa que protegía el cañón. En consecuencia, debido a esta inclinación en arista, los proyectiles enemigos no llegaban perpendicularmente.
Las primeras cañoneras obtuvieron un éxito tal que Barceló pidió a Carlos III su construcción masiva, pero no se proporcionaba la cantidad necesaria, a pesar de lo cual, siguió resultando tremendamente eficaz.
Al llegar el verano, zarpó desde Porstmouth un convoy con unos 55 buques de suministro con destino a las Indias Occidentales y Orientales. La escuadra del Canal fue la encargada de escoltar el convoy hasta Galicia.
A partir de ahí, por orden de Sándwich, lord del Almirantazgo, se redujo la escolta al Ramillies de 74 cañones y dos fragatas, al mando de John Montray. Los servicios de inteligencia españoles los descubrieron y el conde de Floridablanca ordenó a don Luis de Córdova que se diera a la vela para interceptarlos, siendo apoyado por los franceses, a cuyo mando estaba el almirante Benusset.
En la madrugada del 9 de agosto, una fragata avistó un gran número de velas a unas 60 leguas del cabo de San Vicente. En el Santísima Trinidad cundió la duda, pero don José de Mazarredo observo que si el convoy fuera protegido por una gran escuadra, no navegaría tan alejado de la costa.
Rápidamente Córdova dio la señal de caza. El jefe de la escuadra británica, al avistar lo que se les venía encima, decidió que lo mejor era huir, lográndolo los tres buques de escolta y dos o tres mercantes, mientras el resto era apresado por españoles y franceses. El botín fue espectacular, estimando los británicos que rondaría los 1,6 millones de libras de la época.
El público pidió responsabilidades por la perdida y por la pasividad demostrada por la escolta. A Montray se le sometió a consejo de guerra, siendo apartado del servicio, mientras en España la noticia fue recibida con júbilo.
Algunos de los buques apresados pasaron a formar parte de la Real Armada. Fue el caso del Hellbrech, de 30 cañones, que pasó a llamarse Santa Balbina, el Royal George, de 28, Llamado el Real Jorge, el Monstraut, de 28, se llamaría Santa Bibiana y, por último, el Geoffrey de 28, renombrado Santa Paula.
Las potencias europeas, agrupadas en la «Liga del Norte», declararon su «neutralidad armada», e incluso Holanda, hasta entonces aliado, llego a declarar la guerra a Inglaterra. Gran Bretaña inició entonces unas negociaciones secretas con España que, concretadas en junio de 1780, suponían el cambio de Gibraltar por la isla de Puerto Rico, una base en Orán y la ayuda española contra los rebeldes americanos. Al enterarse Carlos III, ordenó cesar los contactos.