Es indudable que la pérdida de Manila parece un caso menor si lo comparamos con la pérdida de la Habana, pero el doble golpe sufrido por nuestros intereses de ultramar estuvo a punto de significar una total quiebra.
El 31 de mayo de 1759 fallece el mariscal de campo don Pedro Manuel de Aranda y Santisteban, que, en ese momento, era el Capitán General de Filipinas, que habría de ser sustituido en el cargo por el brigadier don Francisco de la Torre.
Pero de la Torre vio cómo se suspendía su llegada a Manila debido al ataque británico a La Habana, por lo que el gobierno español hizo recaer el cargo, interinamente, en el arzobispo de Manila, don Manuel Antonio Rojo del Río y Vieyra, que, por su condición de no militar, cometería una serie de fallos que fueron determinantes…
La guarnición de Manila se reducía a 550 hombres del regimiento del rey, 80 artilleros, que operaban con piezas anticuadas y de pequeño calibre, y varios millares nativos de Pampanga. Las fuerzas navales se reducían a unas cuantas embarcaciones de remo y vela, cuya misión era combatir a los piratas malayos.
Por otra parte, el arsenal de Cavite apenas bastaba para mantenerlas y reparar el gran mercante que cada año ponía en comunicación las islas con Acapulco.
La protección de Filipinas se basaba en su aislamiento. De hecho, declarada la guerra el 18 de enero de 1762 (los británicos nos la habían declarado el 4 de enero de 1762), nueve meses después no había llegado la noticia.
Las condiciones eran ideales para que los ingleses nos dieran allí un buen golpe. Y, lo que son las casualidades, en Cantón se reponía de la campaña de la India el coronel William Draper, que recogió toda la información necesaria de las defensas de Manila y preparó un plan de ataque que fue aprobado por el almirantazgo.
Poco se necesitaba para la empresa con los medios a su alcance: 14 buques, el regimiento nº 79, un batallón de cipayos, indígenas, una compañía de artilleros, otra de ingenieros y varias de zapadores indígenas, se dirigieron a Manila, avistada el 22 de septiembre. La población, ignorante de la declaración de guerra, pensó que era un convoy mercante.
La intención inicial de los ingleses era atacar primero Cavite, pero, al enterarse del desconocimiento de la situación por parte de la población, cambiaron de planes dirigiéndose a Manila. Propusieron su rendición, cosa que no fue aceptada, comenzando el desembarco bajo el fuego de las fragatas.
Ante la total desorganización de los defensores, se apoderaron del reducto del Polvorista y de las iglesias de San Juan, la Ermita y Santiago, que se encontraban extramuros.
La noche del 24, 50 soldados europeos, apoyados por 800 indígenas, al mando del oficial Fallet, suizo al servicio de España, intentaron desalojarlos, pero fue un rotundo fracaso.
Hubo una nueva exigencia de rendición contestada con un nuevo rechazo, en vista de lo cual, los ingleses comenzaron a bombardear utilizando piezas de a 24 libras que demolieron varios reductos.
En la mañana del 27 un gran número de filipinos atacó las trincheras inglesas, defendidas por los cipayos, sembrando la confusión, pero la rápida intervención de fuerzas regulares restableció la situación.
Al llegar unos 2.000 milicianos de Pampanga, se planteó una nueva salida, el 3 de octubre, contra la iglesia de Santiago y las trincheras de Malate y la Ermita. En un principio, se consiguió tomar la iglesia, pero de nuevo los británicos repelieron el ataque. El continuo bombardeo inglés consiguió, el día 4, abrir brecha en el baluarte de la Fundación.
Se convocó a la junta de defensa donde, ante la sorpresa de todos, los militares votaban la capitulación, mientras que los civiles optaban por la defensa a ultranza.
Al amanecer del día 5, el asalto inglés no encontró oposición. El arzobispo calló de rodillas ante los vencedores, los cuales prometieron respetar la religión católica y a las leyes y autoridades locales a cambio de la entrega de Cavite, de todas las armas y pertrechos y cuatro millones, comprometiéndose también, a no destruir la ciudad, la cual ya había sido saqueada por los atacantes y los presos liberados.
Parecía que los ingleses se podían quedar con toda la isla de Luzón, pero estos no contaban con don Simón de Anda y Salazar, un magistrado civil que puso tal celo y energía, que, en poco tiempo, organizó un ejército de 8.000 hombres y 600 caballos, armados solamente con armas blancas, pero con los que consiguió aislar Manila del interior, impidiendo el abastecimiento y sometiendo a los atacantes a una durísima guerra de guerrillas.
La ocupación inglesa se reducía a la ciudad y al arsenal, aunque tenían el dominio del mar. Por una presa hecha en la bahía de Manila, se enteraron de que un rico mercante, “el Filipino”, llegaría al estrecho de San Bernardino. Enviaron, para atraparlo, el navío Panther y la fragata Argo.
El 30 de octubre avistaron una vela que tomaron por el Filipino, pero este había burlado el cerco. En realidad, se trataba del Santísima Trinidad, la nao que unía Filipinas con Acapulco, que había zarpado el 30 de agosto, pero desarbolado por una tempestad, había dado la vuelta.
Primero le atacó el Argo, pero el galeón, a pesar de ir casi desarmado para acoger más mercancías, se defendió tan bien que tuvo que aproximarse el Panther, con sus 60 cañones de 24 y 18 libras. El Santísima Trinidad resistió aún otras dos horas antes de rendirse, con 1.700 impactos de cañón en su casco.
Posiblemente el mayor tesoro del que se apoderaron los ingleses fueron las cartas y documentación acumulada desde el siglo XVI sobre el Pacífico. Así se enteraron de la existencia del estrecho de Torres.
Aún hicieron otra formidable presa: se trataba de la fragata Hermiona, que zarpó de Lima, sin noticias de la guerra, y se topó, el 31 de mayo de 1762, con dos buques ingleses en el cabo de San Vicente, a los que se rindió. Su comandante fue juzgado por no haber defendido la carga y el buque como su deber exigía, siendo degradado y condenado a prisión.