Entre todas las bibliotecas del mundo, si hay una que suscita pasión esa es la de Alejandría, la mayor biblioteca de la antigüedad. Su fundación se remonta al 330 a.C y fue obra de Ptolomeo I Soter (367-283 a.C.), uno de los generales de Alejandro Magno.
La filosofía del proyecto era abarcar el conjunto del saber humano acumulado hasta ese momento.
El primer bibliotecario de tan faraónico proyecto fue Demetrio Falero (350-280 a.C) que, según las crónicas de la época “recibió grandes sumas de dinero para adquirir, de ser posible, todos los libros del mundo”.
La biblioteca fue punto de encuentro y “ebullición” de médicos, filósofos, matemáticos, astrónomos y eruditos, en definitiva de todo aquel que sintiera amor hacia el conocimiento, en cualquier faceta del saber.
El recinto se componía de diez grandes salas y de cámaras aisladas habilitadas para el estudio. Es difícil poder estimar el número de volúmenes que consiguió reunir, algunos estudiosos lo elevan a los setecientos mil, una cifra nunca conseguida en una colección hasta ese momento y que tardaría siglos en ser superada.
Desgraciadamente, nada sabemos de cómo se almacenaban los papiros en los estantes, cuál era el método de consulta y, en caso de lo que hubiera, cómo era la organización de los préstamos.
Tan sólo nos ha llegado que Calímaco de Cirene (310-240 a.C) en su obra Pinakes –formada por ciento veinte libros- reseñó cada uno de los ejemplares del fondo bibliotecario. Lo hizo ordenándolos de forma alfabética por título, autor y, además, realizó una pequeña descripción de los mismos.
Sin embargo, sí conocemos los métodos, en algunos casos delictivos, que seguían los funcionarios de la biblioteca para incrementar la colección. Tenían orden de registrar de forma minuciosa todo navío que atracara en el puerto de Alejandría en busca de libros.
Cualquier manuscrito que fuese detectado debía ser requisado, al menos temporalmente, y llevado a la Biblioteca, en donde un grupo de expertos decidiría qué hacer con el ejemplar. Si ya se disponía de un ejemplar, debería ser restituido inmediatamente a su dueño.
En caso contrario podía ser copiado y, a continuación, devuelto, pero en otras ocasiones el original pasaba a formar parte de las estanterías y lo que se entregaba al propietario era una simple copia. Eso sí, los egipcios tenían la delicadeza de indemnizar a su antiguo tenedor.
Este tipo de adquisición se denominó el “fondo de los barcos”, lo cual daría origen con el correr de los siglos al “depósito legal”.
Un texto antiguo cuenta que en Atenas se custodiaba con enorme celo las obras autógrafas de Sófocles, Eurípides y Esquilo, las cuales no podían ser retiradas de su emplazamiento original.
Después de muchas argucias Ptolomeo II Filadelfo (309-246 a.C) consiguió el préstamo temporal de las mismas, a cambio de una fianza de quince talentos de plata, una cifra elevada para la época.
Ptolomeo II se comprometió a cuidarlas, copiarlas y a continuación devolverlas, pero lo que sucedió realmente es que los egipcios se quedaron con los originales y lo que restituyeron fueron las reproducciones, eso sí, declinando el reembolso del depósito.
Durante el reinado de Ptolomeo III Evergetes (246-211 a.C) fue preciso construir un edificio anexo –biblioteca filial- para albergar parte de la colección, puesto que el edificio original se les había quedado pequeños.
La ubicación elegida fue un barrio de nueva construcción, distante a la biblioteca original, en la zona sur de Alejandría.
En definitiva, la dinastía ptolemaica mostró una pasión bibliófila ignota hasta aquel momento, en una época en la que la ignorancia y la brutalidad eran las señas de identidad culturales.