Esta urbe polaca, situada a orillas del río Vístula, conserva un delicioso pasado histórico y cultural que no deja de sorprender a propios y extraños.
Si hay algo que caracteriza a Cracovia son sus leyendas, cada rincón tiene la suya. Y como no podía ser menos la primera se remonta hasta la mismísima fundación de la ciudad.
Se cuenta que fue construida sobre la cueva de un dragón. A pesar de los infatigables esfuerzos, ningún caballero medieval conseguía aplacar su ira desenfrenada, y mucho menos, asestarle una herida mortal. Fue un zapatero remendón el que consiguió semejante proeza.
Parece ser que regaló a la bestia una oveja llena de azufre para que saciara su hambre. El incauto dragón, ajeno al engaño, la devoró con ferocidad y fue al terminar el opíparo festín cuando empezaron sus males.
El azufre desató una insaciable sed que el feroz animal era incapaz de calmar, hasta el punto que tuvo que arrojarse al Vístula, en su cauce bebió y bebió hasta que al final reventó, liberando a los cracovianos de su suplicio.
En el imaginario colectivo Cracovia se asocia al horror, al holocausto nazi. Su gueto –el distrito de Podgorze– fue uno de los terribles escenarios de la ocupación alemana.
En la plaza Bohaterów –más conocida como la de “las sillas”– era el lugar de donde salían los trenes que llevaban a los judíos al campo de Auschwitz, una de las entradas al infierno.
En esta plaza el director Roman Polanski, uno de los supervivientes al holocausto, decidió rendir su propio homenaje recordando con esos enseres –las sillas– a todos aquellos que se vieron obligados a abandonar sus casas a la fuerza.
Allí también se encuentra la farmacia “El Águila”, todavía en activo, en la cual muchos judíos salvaron su vida gracias a la inestimable ayuda que les prestó su propietario.
Un poco más alejada se conserva la fábrica de esmaltado de Oskar Schindler, el empresario alemán que, en 1944, arriesgó su vida para salvar a cientos de judíos considerados no aptos para el trabajo y cuyo destino final eran las cámaras de gas. Su gesto fue recompensado como se debía, tiempo después se le reconoció como Justo entre las Naciones.
En la plaza del mercado se encuentra la basílica de Santa María. Hace siglos, en una de sus torres, tocaba un trompetista para abrir las puertas de la muralla y para cerrarlas por la noche.
Cierto día la ciudad sufrió el ataque de los tártaros y el trompetista avisó a sus conciudadanos haciendo sonar la trompeta para que cerraran las puertas de la muralla. Aquel gesto permitió salvarles de la destrucción, pero desgraciadamente uno de los atacantes disparó una flecha que acertó a atravesarle el cuello, segando su vida.
Para conmemorar la gesta, desde hace siete siglos, y a cada hora, un habitante de la ciudad –actualmente un bombero– toca, de forma incompleta, la canción Hejnal Mariacki desde la torre más alta de la basílica.
Por cierto, las torres de la basílica de Santa María son de diferente altura y esto también tiene su leyenda. Parece ser que en la construcción participaron dos hermanos arquitectos, cuando el menor comprendió que su torre iba a ser más baja no dudó en acabar con la vida de su hermano mayor. Poco después, probablemente arrepentido, acabó suicidándose.
Pasear por el barrio judío de Cracovia –conocido como Kazimierz– es una verdadera delicia. Es un dédalo de restaurantes, tiendas antiguas y pequeñas galerías de arte. Un escenario que para nada recuerda la tragedia que se vivió allí en la década de los cuarenta.
Hay dos lugares que el turista advertido no debería dejar de visitar, uno de ellos es “Alquimia”, un lugar de copas cuyo nombre hace alusión a la profesión de un antiguo propietario y en cuyo interior un armario separa la zona de fumadores de la de no fumadores.
El otro sitio es el café «Singer», donde las inconfundibles máquinas de coser hacen de mesas y en cuyas paredes se puede disfrutar de unos cuadros que nos transportan a épocas pretéritas.
Por cierto, en Cracovia nunca hay que pedir un “descafeinado”, ya que los lugareños lo toman como una ofensa. Para ellos simplemente Coffe is coffe…