Lolita, Cien años de soledad, El principito, Ulises…, son libros imprescindibles que tienen algo en común: atrapan al lector desde la primera línea.
Para causar una buena impresión tan solo existe una única oportunidad. En el caso de los libros, la primera impresión se reduce a unas pocas letras, apenas unas líneas. El autor no dispone de tiempo, tiene que dejar de lado las digresiones e impactar de lleno en el alma de los lectores.
¿Quién no recuerda el comienzo de El Quijote? Billy Wilder recomendaba que si una película no te atrapa en el primer minuto debes dejar de verla. Con los libros sucede algo parecido.
En estos momentos la oferta literaria es tan grande que los escritores necesitan sembrar la semilla de la curiosidad desde las primeras frases. Los inicios, a veces, son tan memorables como la propia obra en sí misma.
El mejor inicio requiere jugar con el lector
A veces tan solo un pequeño párrafo nos basta para entrever todo el cosmos literario que nos espera:
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto” (La metamorfosis, Kafka).
Humberto Eco intenta seducirnos en El nombre de la rosa con un juego semiótico:
“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios”
Este recurso no es fácil, tan solo los genios como él son capaces de conseguirlo.
A los lectores les gusta la dicotomía y esto lo sabía Charles Dickens:
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura” (Historia de dos ciudades).
Los comienzos literarios tienen un universo ilimitado, para comprobarlo tan solo hay que explorar los grandes clásicos. Hay algunos absurdos como sucede en El extranjero de Albert Camus:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”
Esto genera desazón, duda y falta de empatía que nos empuja a conocer más, en definitiva, a seguir leyendo.
Universos donde todo es posible
Otros escritores prefieren las solemnidades como “Llamadme Ismael” (Moby Dick) o “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera” (Anna Karenina).
Hay novelas que nos sitúan en un tiempo y un lugar excepcionales, donde todo es posible y, al mismo tiempo, donde todo está por hacer. Es precisamente esta filosofía narrativa la que predispone al lector a tener una experiencia única e insólita.
¿Cómo olvidar el comienzo de El guardián entre el centeno?
“Si de verdad les interesa lo que les voy a contar, lo primero que querrán saber es dónde nací…”
De forma similar arranca El camino de Miguel Delibes:
“Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, suceden así”.
Después de un buen inicio viene lo más peliagudo, consumar la deuda prometida, saciar la curiosidad del que está al otro lado del libro. Únicamente los más sagaces y los más preparados consiguen que su libro sea recordado entre toda la caterva de novelas que ocupan nuestro cerebro literario.
No en balde, recordar significa literalmente volver a pasar por el corazón (‘re’, de nuevo, y ‘cordis’, corazón).
Para terminar, rememorar el mejor microcuento de toda la Historia (el cuento más corto del mundo, de solo 7 palabras): El dinosaurio, del escritor hondureño Augusto Monteroso, en donde el inicio y el final se funden en un abrazo inmortal…
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”