“Los genios no deberían morir nunca. La única diferencia entre un loco y yo, es que el loco cree que no lo está, mientras yo sé que lo estoy. Declaro la independencia de la imaginación y el derecho del hombre a su propia locura” (Salvador Dalí).
El genio y la locura son, en ocasiones, dos caras de una misma moneda. Una línea muy delgada donde conviven el Arte y la obsesión, la armonía junto a la búsqueda enfermiza de lo perfecto y lo divino con los fantasmas.
Francisco de Goya, icono del arte español, adquirió en 1819 una finca en Madrid, cercana al Puente de Segovia. El pintor arrastraba una sordera incipiente y al lugar se le bautizó como la Quinta del Sordo. Allí, tras el retorno de la monarquía absoluta de Fernando VII y el turbulento Trienio Liberal, Goya emprende un inquietante trabajo en las paredes de la casa: sus famosas Pinturas Negras.
Atormentado y enfermo, con la lúgubre compañía de unas velas para combatir a las tinieblas, dio rienda suelta a su genio revolucionario. Las paredes de la Quinta se llenaron de obras de arte alucinantes: “Saturno devorando a su hijo”, con el titán comiéndose a su vástago por miedo a que le destronara; “Aquelarre”, donde un macho cabrío diabólico preside cierta reunión de pesadilla; o “Duelo a garrotazos”, la cruda imagen de una España atrasada y terrible.
El estado físico de Goya, la sociedad de aquel tiempo convulso, la corrupción política… Todo se mezcló en la paleta de un hombre consciente de plasmar algunos de sus últimos mensajes como artista. Pero, ¿qué pasaba en realidad por su cabeza? ¿Arrebato? ¿Locura? Sombras sin respuesta que alimentan y engrandecen al mito.
Según Francisco Mora, catedrático de Fisiología Humana de la Universidad Complutense de Madrid:
“El genio es una persona con capacidades extraordinarias, focalizadas en ciertas materias y con capacidad para crear. Por supuesto, no es un enfermo, pero en el caso de existir enfermedad, el genio sabría aprovechar sus brotes de locura para crear cosas fantásticas. Debemos tener en cuenta que el 75% de nuestro cerebro se hace con el ambiente. En la selva, aislados, Mozart o Einstein hubiesen sido meros chimpancés.”
Una discusión que, como no podía ser de otra forma, viene de lejos. Ya Aristóteles en el texto Problema XXX, se preguntaba por qué los hombres excepcionales son con frecuencia melancólicos y propensos a sorprendentes cambios de humor, abriendo la puerta a esa frontera dispersa entre la locura y la obsesión.
“He estado tan sumergido en la pintura que literalmente me olvidé de comer y beber. El sufrimiento lleva a los artistas a expresarse con mayor energía. Puse mi corazón y mi alma en mi trabajo, y he perdido mi mente en el proceso” (Van Gogh).
¿Dónde acaba el genio y empieza la locura? ¿Puede el talento sumergirse en crisis y depresión? Si hoy nos dijeran que, en vida, Van Gogh, el genial pintor holandés, el “loco del pelo rojo”, apenas consiguió vender tres cuadros y por una irrisoria cantidad de francos, responderíamos con la boca abierta que la desquiciada era la sociedad de su tiempo. Pero así fue. Los “cuerdos” no comprendieron su fantástica interpretación de la realidad a través de aquellas rotundas pinceladas.
La segunda mitad del siglo XIX vio desarrollarse el talento pictórico de un Van Gogh siempre marcado por su temperamento nervioso y obsesivo. Esa constante insatisfacción, enemiga de cualquier convencionalismo, derivó en una serie de crisis depresivas e internamientos en centros psiquiátricos, sin intuir la influencia que su obra tendría en tiempos futuros. Cien años después, algunos de sus lienzos fueron subastados a precios millonarios.
¿El talento de Van Gogh se sustentó de una mente atormentada que potenció su arte? No todos están de acuerdo. Por ejemplo, el crítico Robert Hughes insiste en que los cuadros del artista holandés se ejecutaron en pleno uso de sus facultades, cuando Van Gogh no sufría crisis mentales. Aunque sabemos que, en 1889, durante su ingreso en el manicomio de Saint Paul de Mausole, se habilitó un cuarto para servirle de taller. Su pintura se llenaría entonces de aquellos característicos “remolinos”, como en la obra Noche Estrellada. Un año después se suicidó.
A veces, detrás de esas creaciones que nos dejan fascinados, se ocultan historias de dolor y condena. Un drama que se repite en ciclos malditos. El de aquellos genios que osaron modelar lo sublime y pagaron un alto precio a cambio de la inmortalidad.
“Si Dios existe, le voy a pedir cuentas de lo absurdo de la vida, del dolor, de la muerte, de haber dado a unos la razón y a otros la estupidez…, y de tantas otras cosas. Donde hay más sensibilidad, allí es más fuerte el martirio. El arte vive de límites y muere de libertad” (Leonardo Da Vinci).