Todos los ámbitos tienen sus fetiches. En el religioso podemos encontrar el santo prepucio, gotas de la leche de la Virgen o las astillas de la cruz donde fue crucificado Jesucristo. La ciencia enseña con orgullo el dedo de Galileo o el último aliento de Thomas Alba Edison. La literatura, por supuesto, no está exenta de los suyos.
Se cuenta que Javier Marías tiene una pitillera que perteneció a Conan Doyle; en algún sitio se nos muestra con entusiasmo el abrigo de astracán de Proust o el tintero de Víctor Hugo. Sabemos que Truman Capote tenía un pisapapeles de Murano que había pertenecido a la escritora francesa Colette.
Quizás por esto, el cineasta americano Orson Welles consagró la imagen melancólica y solitaria de la muerte del Ciudadano Kane a la única compañía de un pisapapeles, el símbolo de su infancia.
Un pisapapeles –del francés presse papiers– es un objeto sólido, de pequeño tamaño, que se coloca sobre una o más hojas de papel para evitar que el viento las pueda mover.
Este objeto, que forma parte de nuestras vidas, nació con la Revolución Industrial, cuando las oficinas se llenaron de documentos de diversa índole (facturas, cartas…) que se volaban al abrir las ventanas.
Los primeros pisapapeles debieron ser de piedra o de metal, pero con el paso del tiempo su estética se fue cuidando hasta que, hacia mediados del siglo diecinueve en la capital francesa, emergió toda una industria que los transformó en verdaderas obras de arte de escritorio.
Los artesanos italianos de la isla de Murano hicieron su singular aportación al incorporar obras artísticas en cristal heredadas de la tradición romana. En ellas los franceses, jugando con las propiedades ópticas del cristal, introdujeron objetos decorativos de forma que la imagen se viera amplificada.
Conchas, insectos, fósiles, minerales, flores…, se convirtieron en los elementos más característicos de los pisapapeles de la primera mitad del siglo veinte. Por aquel entonces, el cristal italiano no tuvo más remedio que hacer hueco al de Bohemia, Baccarat, La Granje y Lalique.
Quizás el pisapapeles más sencillo, pero no por ello el menos historiado, es el que estuvo en el despacho oval durante el mandato del 35º presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.
Era un pisapapeles de coco donde aparecía garabateado un mensaje con un cuchillo: “11 vivos… necesitan barco pequeño”. Un sencillo S.O.S. que salvó su vida y la de diez compañeros más durante la Segunda Guerra Mundial y que le convirtió en un héroe de guerra.
En el Art Institute of Chicago hay una colección de más de trescientos pisapapeles, la mayoría elaborados con cristal de Baccarat, el más fino y famoso del mundo.
Este cristal comenzó a fabricarse en 1764 y se convirtió en muy poco tiempo en el cristal favorito de las monarquías europeas. Los reyes encargaban, a la fábrica madre que se encontraba en el pueblo de Baccarat, en la Lorena francesa, modelos únicos e irrepetibles.
Actualmente, los que alcanzan un precio más elevado en las subastas de Christie’s son los pisapapeles elaborados con cristal de Baccarat y conocidos como millefiori.
En su fabricación se trataba de juntar varillas de cristales de diferentes colores, calentarlas y sacarlas para hacer varas delgadas que, vistas desde el extremo, parecían flores. Al cortar las varas en trozos se conseguían muchas flores, que se sujetaban con sumo cuidado y se colocaban dentro de la cúpula de cristal que intensifica el efecto del dibujo. Una verdadera joya de escritorio, eso sí, al alcance de muy pocos.