En el diccionario de la RAE, la palabra «manía», en una de sus varias acepciones, es definida como una «preocupación caprichosa y a veces extravagante por un tema o cosa determinados». El Larousse, igualmente como una de varias acepciones, la define como «costumbre caprichosa y extravagante».
Ambas definiciones caben en este caso, ya que eso es exactamente lo que tienen esos genios de la literatura que son el tema central del artículo: las preocupaciones, manías y rituales a veces caprichosos, a veces extravagantes, a la hora de escribir esos personajes, tramas y universos que han fascinado a millones de lectores durante muchos años.
Juan Rulfo, el gran escritor mexicano, escribió su aclamada novela Pedro Páramo en papelitos de distintos colores en los que redactaba las distintas situaciones presentes en la novela y, según los colores, Rulfo establecía jerarquía e importancia dentro de la historia; luego los pasaba a limpio.
Stephen King, el maestro del terror, también tiene sus manías para escribir, al igual que sus rituales. Se levanta temprano en la mañana, pone música y se sienta a escribir (en un trailer que está en las afueras de su casa, con música rock como ambiente musical). Cuando escribió La Torre Oscura se despertó de un profundo sueño con toda la historia en la cabeza; se sentó a escribir y no paró sino hasta días después, habiendo terminado todo ese primer tomo de la historia. King dice que obtiene sus ideas para historias al ver una cosa, o quizás dos, que sean interesantes; luego se pregunta “¿Qué pasaría si…?” y de ahí en adelante, de la respuesta a esa pregunta, obtiene una historia.
Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, generalmente comienza a escribir a las siete de la mañana; es maniático del orden y tiene muchas figuras variadas de hipopótamos a su alrededor.
Gabriel García Márquez, otro Premio Nobel, eterno padre de Macondo y de los Buendía, Eréndira y tantos otros también tenía sus manías: escribía descalzo y vestido (nunca en pijama), y siempre debía tener una flor amarilla en la mesa. No llevaba notas de las ideas que se le ocurrían para cuentos o novelas, simplemente tomaba aquellas que pululaban en su mente, no las olvidaba y las desarrollaba posteriormente en sus obras.
El autor de El Tambor de Hojalata, Gunter Grass, alemán y también ganador del premio Nobel de Literatura, escribía solo durante el día y creaba de cinco a siete páginas. Mientras leía y oía música tomaba un largo desayuno entre las nueve y las diez, trabajaba después de comer y luego un descanso vespertino durante el cual bebía café. Retomaba su trabajo y escribía seguido hasta las siete de la noche.
García Márquez también era rutinario: se despertaba a las cinco de la mañana, leía dos horas, se bañaba y desayunaba; luego revisaba el manuscrito del día anterior y continuaba. Decía que no tenía bloqueos, y sí mucho trabajo. Para probar sus historias, algunas veces las relataba a un grupo de gente en algún seminario o conferencia para ver cómo reaccionaba la gente ante ellas, y luego escribía lo contrario a lo que había dicho.
La rutina de la autora norteamericana Louisa May Alcott, mundialmente conocida por su novela Mujercitas, consistía en escribir hasta trece horas diarias seguidas sin descanso. Lo hacía de pie, y las hojas las colocaba en un atril que situaba en el centro de una habitación. Obtenía las ideas de su propia vida (Mujercitas y su saga, junto a Ocho Primos y su secuela, fueron casi netamente retratos de su vida familiar, y Relatos de Hospital se nutrió de las experiencias que obtuvo Louisa mientras fue enfermera en el frente de la Guerra Civil Norteamericana). Alcott escribió hasta el día de su muerte.
La inglesa Jane Austen también tomaba temas y tramas de su vida y de la gente que vivía su alrededor para crear sus historias. Era igualmente una escritora muy estricta consigo misma y constantemente revisaba y modificaba sus textos, llegando incluso a reescribirlos completamente. Escribió varias de sus novelas en un escritorio portátil que su padre le regaló al cumplir 19 años, y nunca se separó de él. Siempre estaba dispuesta a experimentar con nuevos enfoques e ideas, y nuevas experiencias que luego serían mostradas en sus novelas, no entregaba nada a su editor sin que antes lo hubiese leído y comentado su hermana Cassandra, y discutido ambas, incluso. Sus otros familiares también tenían voz y voto en sus personajes y tramas, y a menudo ella tenía en cuenta las sugerencias de aquellos en quienes más confiaba.
León Tolstoi era, de igual manera, extremadamente meticuloso en sus escrituras y revisaba estrictamente sus manuscritos cada día, hasta varias veces. Tolstoi, uno de los más renombrados escritores rusos de todos los tiempos, autor de Anna Karenina, La Muerte de Iván Illich y Guerra y Paz, tenía en su esposa Sofía Behrs a su copista y editora más férrea. Sofia copió el manuscrito de Guerra y Paz siete veces (cualquiera que haya leído esa novela recordará su extensión y sabrá apreciar infinitamente más el enorme trabajo que realizó Sofía tantas veces, y a mano).
Isaac Asimov, el célebre escritor de ciencia ficción, creador de las leyes de la robótica y de inolvidables novelas tales como La Serie de los Robots y Fundación, era un arduo trabajador: escribía por 8 horas durante toda la semana en espacios pequeños y cerrados, sin ventanas y con bombillos. A diferencia de Tolstoi, nunca revisaba más de dos veces sus textos porque, según él, perdía el tiempo.
Tanto la escritora chilena Isabel Allende, autora de novelas como La Casa de los Espíritus y Eva Luna, como Jack Kerouac, uno de los escritores Beatniks más apreciados por los lectores alrededor del mundo y autor de la clásica novela En El Camino, se alejan bastante del pragmatismo casi militar de las rutinas y manías de sus otros colegas y abrazan más el misticismo y la espiritualidad a la hora de escribir, y ambos usaban velas.
Allende, como buena latina, tiene mucho del realismo mágico en sus manías al escribir: al iniciar su trabajo enciende una vela y si esta se apaga hasta ahí escribe ella. Realiza conjuros y también tiene fetiches: comienza los libros cada 8 de enero.
Kerouac también se acogía bajo el manto del misticismo y lo religioso como preludio de la sesión de trabajo, y no estaba exento de manías al escribir: tenía un ritual en el que encendía una vela, con cuya luz escribía, y luego la soplaba al terminar la labor. También, antes de empezar a escribir, se arrodillaba y rezaba a Jesús por la preservación de su lucidez y energía. Le encantaba el número 9 y, por ello, como parte de su rutina, ponía la cabeza en el suelo y lo tocaba nueve veces con la punta de sus dedos.
Francis Scott Fitzgerald, autor de grandes clásicos de la literatura universal como El Gran Gatsby y Tierna es la Noche, entre otras, nunca pudo tener un horario que llamase normal para escribir, empezaba a hacerlo a las cinco de la tarde y no paraba sino hasta la madrugada. Decía que escribía en arrebatos creativos, de los cuales lograba escribir hasta ocho mil palabras seguidas. A medida que pasaba el tiempo, incluía la bebida en el proceso, ya que decía que sin ella no podía crear. Se convirtió en un maniático de la ginebra y su ciclo llegó a ser el de escribir, tomar, escribir, tomar. Se sabe a dónde lo llevó esa triste costumbre caprichosa.
Por su parte, Mark Twain, padre de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, iba a su estudio en la mañana y ahí permanecía escribiendo hasta las cinco de la tarde. Nunca almorzaba, y no le gustaba que le molestaran mientras creaba sus historias. Si su familia le necesitaba para alguna cosa, simplemente tenían que soplar un corno (una trompa) y él salía a su encuentro, y una vez terminada su jornada diaria, leía sus escritos del día a su familia después de la cena.
Henry Miller era extremadamente metódico y espartano a la hora de trabajar, llegando incluso a redactar sus ‘mandamientos’ o reglas para la escritura. Entre ellas se incluía no escribir más de una obra seguida, no ponerse nervioso, mantenerse calmado, salir y ver gente y sentirse humano, olvidarse de los libros que se quiere escribir y concentrarse en el que se está escribiendo, trabajar sólo con y por placer y poner siempre la escritura por delante. Todos los cumplió.
George R. R. Martin, autor de la saga Canción de Hielo y Fuego (fuente de la serie Game of Thrones de HBO), detesta darles pistas a sus lectores sobre el futuro de sus personajes. El autor asemeja su proceso creativo de la saga a la crónica de una guerra mundial vista de todos los ángulos posibles. Dice, en entrevistas, que la imaginación es lo único que le limita en su labor literaria.
Para cerrar, Ernest Hemingway. Con sus propias palabras habla de su proceso creativo, y todo lo que encierra para él:
“Cuando trabajo en un libro o en un cuento escribo cada mañana tan pronto como pueda hacerlo, después de la primera luz del día. No hay nadie que te perturbe y hace frío, y vienes a tu trabajo y te calientas mientras escribes. Lees lo que has escrito y dado que siempre te detienes cuando sabes qué sucederá luego, continúas desde ahí. Escribes hasta que llegas a un lugar donde aún tienes tu jugo y sabes qué sucederá luego, y te detienes y tratas de vivir hasta el otro día, cuando empiezas de nuevo. Has empezado digamos que a las seis de la mañana y puedes continuar hasta el mediodía o terminar antes. Cuando paras te sientes vacío y al mismo tiempo nunca vacío, sino lleno; así como cuando le has hecho el amor a alguien que amas. Nada puede lastimarte, nada puede pasar, nada significa nada hasta el otro día, cuando lo haces otra vez. Es la espera hasta el otro día lo que lo hace tan difícil de superar”.
Silvia Mendoza es profesora de idiomas, literatura y cultura. Blogger y anglófila diplomada de UniLeón que muere por el té, el café, la música, el cine y mil cosas más. | Twitter |