La muerte estaba muy presente en la vida de los antiguos romanos, y, al igual que los griegos, le dedicaban un lugar especial. Ambos tenían sus propias creencias de lo que pasaba al morir.
Al principio, Roma creía en el dios de la muerte Orcos, que vivía rodeado de otros dioses: los dioses Manes, difuntos divinizados, y los gobernadores del inframundo tras la helenización, Plutón y Proserpina.
Estas divinidades vivían en los Campos Elíseos, lugar donde habitaban las almas de mujeres y hombres buenos, junto con las almas de los héroes. Los Campos Elíseos era un lugar luminoso.
En tiempos de la república empezaron a creer en la metempsícosis, doctrina filosófica que diferencia claramente el cuerpo del alma, y que profesaba la reencarnación de esta última en elementos del reino vegetal, mineral y animal tras la muerte física, con el objetivo de purificarse. El ciclo se repetía miles de veces hasta que todos los errores cometidos en esas vidas eran enmendados.
Para facilitar la migración, el alma de la persona fallecida tenía que permanecer en la morada subterránea, por lo que era imprescindible que el cuerpo quedara completamente cubierto de tierra. Los antiguos creían que el alma nunca abandona el cuerpo. Que cambia de vida, pero que permanece junto a él.
Las almas que carecían de tumba, carecían también de morada. Vagaban errantes en forma de fantasmas, y atormentaban a los vivos enviándoles infortunios y enfermedades hasta que lograban tener sepultura.
Tenían que beber agua del río Leteque para perder la memoria y la identidad antes de cada transición.
El Dios ciego hijo del caos y de la muerte llamado Destino tenía una urna que contenía la suerte de los mortales. Lo que Destino decidía era irrevocable, y las tres Parcas eran las encargadas de ejecutar sus sentencias.
Cloto era la más joven de ellas. Tenía una rueca a la que daba vueltas con los hilos que dependían de la vida de los hombres.
Laquesis hacia girar el huso enrollando los hilos, y era la encargada de presidir los matrimonios. Atropos, la mayor, era la que cortaba los hilos cuando llegaba la hora de la muerte.
A finales de la república, los romanos comenzaron a adoptar elementos de la mitología griega. Fue entonces cuando empezaron a creer que, tras la muerte del cuerpo, el alma iba al Hades, nombre griego para referirse al inframundo.
El inframundo estaba situado bajo tierra, y lo rodeaban dos ríos, el Aqueronte y el Estigio. Para llegar a él, el difunto tenía que atravesarlos, y lo hacía en la barca conducida por el barquero Caronte.
“Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada la barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos.”
Para pasar el río, Caronte exigía el pago de un óbolo, una limosna, rechazando a golpe de remo a quien no pudiera pagarle.
En la otra orilla, Cerbero, un perro de tres cabezas con cola de serpiente, era el guardián de las puertas del inframundo y estaba a cargo de la vigilancia para que no se escaparan las almas ni entraran los vivos.
Los héroes tenían un destino a su altura. Los guerreros y los emperadores amados por el pueblo iban a los Campos Elíseos.
Las personas que habían tenido una vida equilibrada entre el bien y el mal, iban a los prados Asfódelos. Los criminales condenados iban al Tártaro, que era una prisión fortificada rodeada por un río de fuego. Permanecían en el lugar hasta pagar la deuda con la sociedad.
Algunas veces, la reina del inframundo, Perséfone, tras sobornar a Cerbero, permitía que un espíritu se reencarnara y traspasara al otro lado.
Los insepultos y los que no podían pagar el viaje permanecían errantes en las orillas del río Aqueronte durante cien años. Las almas que esperaban una nueva vida porque la suya había sido interrumpida prematuramente se encontraba en el valle Eteo, a la orilla del río del olvido.
Plutón, el Dios del inframundo, enviaba a Mors, Dios de la muerte, a recoger a los muertos cuando las cadenas de la vida eran cortadas por las Parcas del destino.
Si los dioses no permitían la entrada de las almas al inframundo, éstas quedaban en el limbo eternamente. Algunos cuerpos eran mutilados y sobre sus sarcófagos se ponían pesadas losas, por miedo a que las almas rechazas volvieran para perseguir a los vivos.
La mayor parte de estas creencias y ritos provenían del mundo etrusco.
Los familiares del difunto tenían que realizar una serie de rituales que facilitaran su paso al mundo de los muertos. De no hacerlo, al alma no podría continuar su camino.
Los dioses Manes se negaban a acoger almas no purificadas, y a sus espíritus les era imposible regresar a la tierra de los vivos. Permanecían atrapados entre dos mundos y se volvían vengativos contra los que aún respiraban.