El marcapáginas es el GPS de la lectura, el actor que más desapercibido pasa en esa comedia que se produce cuando un lector solitario navega por los desabridos mares de las letras.
A pesar de su aparente escaso protagonismo, tiene su razón de ser, señalar el último punto en el que se detuvo la lectura. Es fácil imaginar que lectores de todas las épocas tuvieron que ayudarse de los marcapáginas, por muy rudimentarios que fuesen.
¿Se imaginan la lectura de un rollo de papiro egipcio, que podía medir hasta cuarenta metros de longitud, sin indicar el punto en el cual nos habíamos quedado?
Desgraciadamente, desconocemos el nombre del inventor de tan preciado aparejo literario. Sabemos que en la Edad Media los lectores se ayudaban de los restos de la vitela –piel de becerro– que sobraban tras la fabricación del libro.
El primer marcapáginas de autor conocido del que tenemos constancia se remonta al año 1584, cuando Chistopher Barker –el editor de la Biblia en Inglaterra– regaló una Biblia a la reina Isabel I.
Simplemente lo que hizo el impresor fue insertar una cinta de seda, que cosió en la parte alta de la cabezada, y que tenía una borla dorada en su extremo, acorde con el estatus social de la destinataria.
Aquello marcó un punto de inflexión, ahora lo llamaríamos trending topic. A partir de entonces se generalizó la costumbre de que las biblias incluyesen una cinta de seda que pudiese ser usado a modo de marcador.
Sin embargo, el auge de los marcapáginas no llegó hasta bien entrado el siglo dieciocho, cuando la disponibilidad de poseer libros se hizo una realidad.
En aquella época se hicieron habituales los libros que llevaban incluidos en su cuerpo una tira de seda que partía de la zona superior del lomo y que se prolongaba hasta sobresalir un par de centímetros por debajo de la página.
Para que el marcapáginas tuviese vida propia, ajena al libro, y que, por tanto, se pudiese utilizar en otro, hubo que esperar hasta mediados del siglo diecinueve.
En esa centuria se cortó definitivamente el cordón umbilical y se hicieron especialmente famosos los producidos por Thomas Stevens –un empresario textil–, quien llegó a realizar hasta novecientas tramas diferentes en seda. Fue tal el éxito que cosechó que se denominaron Stevengraphs.
Los marcapáginas de papel no llegaron hasta el último cuarto del siglo diecinueve. Fue en aquellos momentos cuando las empresas vieron el potencial que tenían como soporte publicitario.
Las guerras mundiales les dieron cierto protagonismo, ya que sirvieron a los gobiernos para animar a los hombres a alistarse al ejército y para mandar mensajes patrióticos.
El microuniverso de los marcapáginas es maravilloso, algunos son impersonales, rutinarios, pero otros esconden una centelleante originalidad y dicen mucho del lector que los hace transitar de una página a otra.
¿O acaso esperamos encontrarnos al mismo lector si el marcapáginas es una tira de pergamino que si es una de seda o, simplemente, unas flores cogidas en el campo?
En la era digital nuestro artilugio, como era de esperar, sufrió la influencia de lo virtual. De hecho, se utiliza una voz inglesa –bookmark– que literalmente significa marcapáginas para designar un directorio, una agenda, en la que el usuario guarda las direcciones más consultadas.
Antes de terminar con este recorrido por los marcadores de páginas me voy a permitir la licencia de dar un pequeño tirón de orejas a todos aquellos que tienen por costumbre marcar el punto final de su lectura doblando una esquina de la página. Un hábito que los ingleses han denominado “dog ear” –oreja de perro– por la similitud que presenta la hoja doblada con la oreja de este animal.