En Valencia, las generaciones, durante siglos, han ido trasmitiendo de padres a hijos, diversas leyendas. Una de ellas, es la de las Trescientas Doncellas, una leyenda que tenemos la suerte de ver señalada en una de las puertas de la Catedral de Valencia. Me refiero a la Puerta del Palau, una puerta románica (la única en la Catedral de este estilo), cuya construcción puede que fuera para derribar un antiguo “Mihrad” resto de la antigua mezquita que allí había.
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Y digo señalada porque en ella, justo por encima de la arcada, podemos ver, esculpidas en la piedra, catorce cabezas formando parejas y, debajo de ellas, los nombres: Pere y Maria, Guillermo y Berenguera, Ramon y Dolça, Francesc y Ramona, Bernat y Floreta, Bertran y Berenguera, Doménec y Ramona. Estas siete parejas tienen una curiosidad, y es que alternativamente tienen corona o carecen de ella.
Nos asalta la pregunta: ¿Cuál es el motivo de la presencia de estas catorce cabezas formando parejas?
Como tantas veces, hemos de recurrir a la leyenda, y esta nos dice que, en el campamento del rey Jaime I, se estudiaban los preparativos para conquistar la ciudad de Valencia, conquista que tenía al rey obsesionado por no tener confianza en obtener un resultado positivo.
Citó a los capitanes de sus huestes, decido a motivarlos. Su estrategia fue muy sencilla: prometió a sus soldados que los primeros en entrar en la ciudad tendrían el honor de repoblar la ciudad con mujeres traídas de sus propios pueblos, al tiempo que se ofrecía para apadrinar siete enlaces, otorgándoles dinero y tierras.
Los primeros en entrar en Valencia fueron unos soldados procedentes de Lérida. Entonces el rey, dispuesto a cumplir lo prometido, hizo traer a trescientas mujeres de Lérida para que se casaran con sus soldados. En total se produjeron siete matrimonios, que corresponden con las catorce cabezas que encontramos en la Puerta del Palau (también conocida como puerta de Lérida).
Hasta aquí la parte mas bonita de nuestra leyenda, pero algo hace que nuestra opinión pueda cambiar…
Fue el rey quién organizó los emparejamientos, no sabemos por qué regla: a las doncellas más hermosas las unió con los caballeros que eran menos agraciados, además de no otorgarles buenas tierras.
Pasaron los años y, un buen día, nuestro rey se interesó por los matrimonios de los que fue padrino. La respuesta fue contundente: todos habían tenido descendencia, pero se sabía que ninguno de ellos era feliz.
─¡No lo entiendo! Dijo el soberano.
Pero todo tiene una explicación. Al asignar las parejas, quiso compensar la falta de belleza con las asignaciones económicas, pero no tuvo en cuenta los sentimientos de cada uno. Jaime I el Conquistador supo estudiar, interpretar y decidir sobre las batallas y conquistas, pero no supo entender los sentimientos de sus súbditos en aquel trance.