Como cada 15 de agosto, se celebraba en la ciudad de Toledo, sede del Arzobispado, el solemne día de la Ascensión de la Virgen.
En el altar mayor de la catedral, adornado con cantidad de flores y cirios encendidos, oficiaba el señor arzobispo. Los fieles se apiñaban en el tempo para oír la santa misa con profunda devoción mientras los componentes del coro elevaban al cielo las bellas canciones del Santo Sacrificio.
En el momento en que el sacerdote se disponía a dar la bendición, todos los que allí estaban oyeron claramente una dulcísima voz celestial que, en tono lastimero y lloroso, decía:
“Oídme, cristianos, la ciega y sorda raza judía, que con pérfida saña persiguió siempre a Cristo, hoy continúa entregada a sus maldades. Sabéis por las Sagradas Escrituras que hicieron a mi señor Jesús blanco de sus locuras y, sin dolerse de mi hijo, que mal no merecía, ni de mi dolor de madre que presenciaba el crimen, los traidores y falsos dieron muerte de cruz a la luz de los pecadores. Ahora renuevan el sacrificio y crucifican de nuevo a mi amado hijo y causan en mí amargos desconsuelos. Aquí en Toledo, está ese malnacido perpetrando el crimen”.
El pueblo quedó llorando, conmovido por las palabras de la Virgen María y, postrados de rodillas, prometían evitar aquellos sacrilegios aun a costa de sus propias vidas, que ofrecían gustosos.
El arzobispo se dirigió al pueblo, confirmando que aquella voz dolorida pertenecía a la Virgen María, que les pedía estorbaran aquellas maldades de los judíos mandándoles que salieran de la iglesia y fueran a impedirlo.
Los sacerdotes y el pueblo, enardecidos por las palabras de su Señora, y llenos de indignación, se dirigieron al barrio judío, recorriendo las calles y entrando en todas las casas para registrarlas para poder encontrar aquella sacrílega ceremonia.
Llegaron así a la casa del rabino, suprema autoridad de los judíos, y allí se encontraron con el cuerpo de un hombre, semejante a Cristo, hecho de cera que, coronado de espinas, estaba clavado sobre una gran cruz.
Mientras unos le escupían, otros blasfemaban llenándole de improperios. Fue en ese instante cuando uno le atravesó el costado con una lanza, repitiendo así las afrentas que recibió el Salvador con su ignominiosa muerte. Todos los cristianos, indignados ante aquel infame espectáculo, prendieron a aquellos malhechores y, después de golpearlos como merecían, los entregaron para que sufrieran el castigo, siendo condenados a muerte por su horrenda maldad.