Un nefasto día, Euridice tratando de huir de Aristeo, hijo de Apolo, que pretendía poseerla, pisó una serpiente venenosa y, mordida por ésta, murió.
La pena invadió entonces a Orfeo y, llorando desconsoladamente a las orillas del río Estrimón, entonó canciones tan tristes que todos los dioses y todas las ninfas le incitaron a descender al inframundo, donde, con la ayuda inestimable de su música, consiguió sortear mil y un peligros, conmoviendo a demonios y tormentos.
Una vez hubo llegado ante Hades y Perséfone, dioses regentes del inframundo, utilizó de nuevo su música consiguiendo convencerles de dar a Eurídice la oportunidad de regresar al mundo de los vivos. Pero pusieron una condición: Orfeo debía caminar siempre delante de ella y no mirarla hasta que ambos hubieran llegado arriba y los rayos del sol hubieran bañado por completo a Eurídice.
El camino de regreso se hizo terriblemente largo. Orfeo mantenía sus ojos al frente a pesar de las enormes ansias que le invadían de admirar a su amada. No se volvió ni aún cuando los peligros del inframundo los acechaban.
Ya en la superficie, Orfeo, al borde de la desesperación, giró la cabeza creyendo que todo había pasado, pero Eurídice aún tenía un pie a la sombra y, en ese preciso instante, se desvaneció en el aire, ya sin posibilidad de volver de nuevo.
Siempre he creído que nuestra alma sufre cada día entre dos principios básicos como lo son el deber ser y el querer ser.
El deber ser es un asunto cultural, con principios morales regidos por una época y un contexto social. Lo determina la cultura, la moral o la ética y siempre se impone desde el exterior. Siempre se ha impuesto y se exige sin que medie razón o conciencia racional.
Del otro lado está el querer ser como algo que decidimos desde lo más profundo de nuestro interior, que tiene su origen en el deseo y que muchas veces va llevando la contraria a lo esperado por nuestro entorno y que muchas veces es criticado y atacado por nuestro grupo al romper los códigos no escritos de nuestra sociedad.
Hay que tener claro que existen muchas situaciones que, originandose desde el querer ser, pertenecen a la capacidad de discernimiento del ser humano y que hacen parte de la irreverencia propia de la libertad del alma.
Y es en ese momento cuando surge el gran dilema entre la posibilidad y la capacidad de elegir que tiene cada persona, es decir, entre la decisión que le permite ser mejor aunque la misma no sea valorada como una decisión popular.
Lo correcto sería conseguir un equilibrio entre el deber ser y el querer ser. Para buscar una paz que nos ayude a convivir a todos, a cumplir las normas y las pautas sociales, sin renunciar a nuestro anhelo personal; sin permitir que nuestra dignidad sea violada o peor aún permitir que nuestros derechos o los de nuestros semejantes, sean vulnerados.
La idea es desarrollar un código personal que nos permita ampliar nuestra capacidad de entendimiento, que nos permita resolver los conflictos que plantea la vida frente a decisiones morales, desde el querer ser frente al deber ser.
En nuestro día a día, con frecuencia, nos vemos inmiscuidos en una serie de hechos sociales, regidos por pautas muy modernas o muy antiguas que, de acuerdo a su interpretación, nos limitan nuestra capacidad de respuesta ante determinadas disyuntivas, bloqueándonos y generando que no hagamos nada.
Todo como consecuencia de la errada interpretación del debo hacer y no del quiero hacer, por lo exigente de la conducta.
Si dejáramos de ser exigentes con nosotros mismos y nos permitiéramos ese derecho de elegir sin temor ni remordimiento, entenderíamos que el poder de cambiar el mundo esta dentro de nosotros mismos.
Somos amos, dueños y señores de nuestros pensamientos de nuestras palabras y de nuestros actos y cada acto que realicemos puede ser analizado y valorado en base a la sensatez, sensatez que nos permite ser fieles en la forma como nos relacionamos, definiendo claramente la decisión que debemos tomar entre el querer y el deber ser.
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El querer o el deber?
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