La Orden de Caballería estaba reservada a la clase alta, poseedora de riquezas que les permitía tener armaduras, armas y mantener a un caballo. Por ello, para ser nombrado caballero, se tenía que haber nacido noble.
Los caballeros debían ser varones, aunque hay alguna excepción, por ejemplo la Orden del Hacha de Tortosa, Cataluña, del año 1149, donde las mujeres vestidas de hombres ahuyentaron a los moros, por lo cual recibieron un título equivalente al de caballero.
Y en las leyendas sobre el emperador Carlomagno se nombra a una tal Bradamante, sobrina del emperador, que se hizo pasar por hombre y fue nombrada caballero, descubriendo su género al enamorarse de Rogero.
Nadie nacía caballero, hacía falta entrenamiento durante la niñez y la juventud. La preparación física pasaba por ejercicios de pesas, manejo de armas, equitación…, y la preparación intelectual debía incluir valores como la devoción, la disciplina, los buenos modales y materias cortesanas.
Para ser armado caballero se tenía que pasar por tres etapas:
Duraba desde los 7 años hasta los 13. En este periodo se preparaba al futuro caballero lejos de su familia, se enviaba al niño a la corte de un señor feudal para que le armara caballero.
Este niño viviría en el castillo y su aprendizaje se basaba en libros, poemas e historias donde se resaltaba el ideal del caballero.
Iba desde los 14 a los 20 años, una etapa de transición hacia objetivo, la caballería.
El adolescente ya no vivía en el ambiente protegido del castillo, sino que se unía a las correrías del señor feudal. Se adiestraba en el manejo de las armas y aprendía a cabalgar.
Acompañaba al señor en sus viajes y debía defenderle, incluso con su propia vida, de los posibles ataques que pudiera sufrir.
Aproximadamente a los 20 años llegaba el momento más esperado del aspirante: ser armado caballero después de la larga preparación.
El origen de la ceremonia se remonta al año 791, cuando el emperador Carlomagno, armó a su heredero Ludovico Pio siendo aún un adolescente.
La ceremonia normalmente coincidía con una festividad religiosa, aunque, si la ocasión lo requería, se podía elegir otra fecha.
Los rituales comenzaban la víspera: el aspirante velaba toda la noche las armas que le iban a entregar, en la capilla del castillo rezaba y pedía al Señor que mediara y le ayudara en las tareas que le serían encomendadas.
Al alba, y después de asistir a la santa misa y de haber purificado su alma, se procedía a la purificación del cuerpo, que era bañado, perfumado y vestido de blanco.
En el gran salón del castillo, delante de toda la corte, se le cubría con el traje de batalla:
Primero los ropajes acolchados que protegían el cuerpo y la cabeza del peso de la armadura, después la cota de malla de dos piezas que le cubría de pies a cabeza (la parte superior con capucha y la parte inferior como pantalones), luego, pieza a pieza, se iba acoplando la armadura y, por último, se le entregaban sus armas: para la defensa escudo y casco, y para el ataque, lanza y espada.
Finalmente, arrodillado ante el señor u oficiante de la ceremonia, se le preguntaba si quería pertenecer a la Orden de Caballería y si se comprometía a cumplir y mantener los deberes de su nueva condición de Caballero.
A continuación realizaba el juramento de fidelidad, lealtad y defensa de la Santa Iglesia, hacía votos de apartar a los traidores y de tratar a las mujeres con máximo respeto.
Después el rey o noble que presidia la ceremonia, tocaba el hombro con la parte plana de la espada (espaldarazo) o con la palma de la mano, diciendo “Te nombro a ti Sir (el nombre del caballero).”
Una vez finalizado este ritual, los padrinos colocaban las espuelas y entregaban el yelmo y el escudo adornado con signos. Finalmente, se celebraba un torneo donde el nuevo caballero demostraría sus destrezas.
En ese instante el aspirante ya formaba parte de la Orden de Caballería.