6,30 horas de la madrugada. Regreso a casa en coche tras el turno nocturno de trabajo. He salido de un lugar y no he llegado al siguiente, es una sensación agradable, sin presión. Un lugar donde el mundo no puede tocarte y los problemas cotidianos te dan cuartel, un poco de respiro necesario.
Trabajar de noche es como caminar en sentido contrario e ir esquivando continuamente a las personas que te encuentras de frente. La gente va y tu vienes, e intentas dormir cuando los demás viven. Sueñas de día y solo. En la oscuridad intentas soñar de noche para poder aguantar hasta el amanecer sin desmoronarte. Una jornada más.
Restos de la conversación que mantuve la tarde anterior con una compañera, aún me acompañaban como girones de niebla. Esta compañera lleva cotizados a la Seguridad Social cuarenta y cinco años, y, para poder jubilarse anticipadamente, aún le queda un año y ocho meses más. ¿Dónde está el límite en el que el sistema se sacia, tiene suficiente y te deja vivir, simplemente, vivir tu vida?
Continuaba conduciendo. Las luces de los faros de interminables hileras de vehículos me deslumbraban. Por un momento, recordé las infinitas líneas de hormigas camino del hormiguero que observaba con curiosidad de niño.
Así, un día tras otro, repitiéndose la misma escena, haciéndome sentir preso dentro de un círculo interminable, de una rueda que no deja de girar. ¿Esto es la vida? ¿En qué punto equivoqué mi camino?
Me siento despedazado por el sistema. Un sistema que me ha convertido en producto y en consumidor. ¿Soy libre?, ¿qué es la libertad?, ¿dónde está su santuario?…
Por un momento, deseé bajar la ventanilla y gritar a los otros conductores que se dieran la vuelta, que vivieran sus vidas con libertad… Desistí… ¿Cómo podía pedirles lo que yo mismo era incapaz de hacer? Si yo no tenía valor de pagar el precio de la libertad, qué derecho tenía para pedir a los demás que lo hicieran.
Somos esclavos de algo o de alguien y nuestros hijos serán esclavos de algo o de alguien. Lo serán porque nosotros no les enseñamos el camino, no nos atrevimos a pagar el precio de la libertad, y nuestra cobardía les condenará…, y ahí me duele.
Decidme, por favor…, ¿dónde está el santuario de la libertad?
Una vez alguien le dijo a un amigo: ¿Ves aquello que está tirado en el suelo y que alguien está pisoteando? Recógelo, es tu libertad. Tu libertad de ser o no ser…, de ir o venir.
Esta vez sí, esta vez abrí la ventanilla para gritar que quiero vivir de verdad, que quiero ser la persona que llevo dentro de mi alma…, sin artificios, y poder expresarme con libertad, en una sociedad libre dentro de un mundo libre… Menos mal que nadie podía verme amparado en la oscuridad y la soledad de mi vehículo. Con seguridad me hubieran tomado por un loco al volante. Cerré la ventanilla…
Pulsé el botón de la radio y se puso una emisora que tenía pre-sintonizada. En ese momento daban noticias. Insensato de mí, me sometí durante diez minutos a un intenso fuego cruzado de sucesos negativos, desesperantes… ¿Es qué nunca pasa nada bueno en el mundo? Al menos, nunca en estos espacios, tanto de radio como de televisión.
Apagué la radio, no tenía cuerpo para seguir con ese castigo. Estaba deseando llegar a casa, tomarme un café bien caliente y meterme en la cama, para que el mundo se alejará de mí, al menos durante un rato. Con la vana esperanza de que, al levantarme, todo fuera distinto, todo se hubiera colocado en su sitio…, y este mundo fuese un lugar mejor en el que cada ser humano pudiera desarrollar su experiencia vital, tal y como la siente en su corazón.
Conducía, entraba en mi barrio buscando aparcamiento.
Lo encontré, caminaba a mi casa, preguntándome con amargura: ¿dónde está el
santuario de la libertad?, ¿y el de la verdad?…
Bueno, lo que ahora realmente me apetecía era el café
bien caliente que me esperaba en casa… Mañana volveré a hacerme las
mismas preguntas, y entonces, tal vez, pueda deciros algo al respecto; aunque
no guardéis demasiadas esperanzas en ello… Pero eso será mañana.